viernes, 7 de diciembre de 2012

La Alameda

Los paseos de la época de los virreyes en México eran sitios públicos de solaz y esparcimiento frecuentados por todos los niveles sociales de las ciudades. En estos lugares la nobleza acudía para exhibir sus carruajes, vestidos, trajes y aparejos, incluso los virreyes y virreinas junto con su corte organizaban expediciones para ventilarse y regalar al pueblo con su augusta presencia y magna parafernalia. Este era el caso del paseo de la Viga, por ejemplo: el tramo del canal que conducía a Chalco era visitado por los virreyes y su corte, para lo que les arreglaban barcazas aderezadas con toda suerte de comodidades: tapices, cojines, sillones, los remeros se vestían de gala, para que los nobilísimos tripulantes descansaran bebiendo y comiendo al compás del bamboleo de la tranquila corriente.

Otro paseo era el de Bucareli, o Paseo Nuevo. Éste se ubicaba a las orillas de la ciudad y, además de servir como sitio de recreo campestre, fue una calzada ideal para las entradas triunfales de los virreyes, generales, y presidentes a la ciudad de México a través de su historia. También fue lugar de festejo y de desfiles, sus glorietas ornadas con fuentes o monumentos ofrecían los remates armónicos a la avenida arbolada.

El tercer paseo de la ciudad, y el más antiguo fue la Alameda, cuya construcción se inició en 1592 a instancias del virrey don Luis de Velasco II marqués de Salinas, que gobernó la Nueva España durante dos períodos: de 1590 a 1595 primero, y de 1607 a 16011 después.

Don Luis de Velasco conoció la Nueva España desde pequeño, pues su papá fue también virrey —don Luis de Velasco I, conde de Santiago— por catorce años, durante los cuales tomó sincero afecto por el país. Ambos Luises se encargaron de defender las condiciones de vida y trabajo de la población indígena, y promover obras públicas que beneficiaran a toda la población sin distingos de raza o nivel social. Éstas medidas les ganaron cierta animadversión de los españoles peninsulares, sin embargo cada virrey pudo sortear las vicisitudes que les correspondió en su tiempo.

En el caso de las obras de Luis de Velasco II, fundó el Hospital Real y la Alameda en su primer temporada (1590 – 1595), después fue transferido al Perú como virrey, y regresó en 1607 para continuar la construcción del canal de desagüe de Huehuetoca. Fue tan reconocida su labor en defensa de los indios de México y el Perú, que fue promovido al Consejo de Indias en España, a donde viajó en 1611, y en donde moriría en 1617.

El Paseo de la Alameda fue construido sobre terrenos del Mercado de San Hipólito en 1592 para el ennoblecimiento de México y el desahogo de sus habitantes. Originalmente ocupó la mitad del terreno perteneciente al mercado, hasta 1623 se decidió aumentar el área a su dimensión final. Las calles que circundaron al flamante paseo fueron: al sur (Juárez) de oriente a poniente las calles de Corpus Christi, del Calvario, y del Hospicio de Pobres; al poniente (Dr. Mora) la de San Diego, al norte (Hidalgo) de oriente a poniente: de la Mariscala, de San Juan de Dios, del Portillo de San Diego (en la plazoleta de San Diego se instaló el quemadero de la Inquisición); y al oriente (Ángela Peralta) la calle de Santa Isabel.

Durante muchos años la Alameda se conservó llena de álamos y sauces que sombreaban sus calzadillas y fuentes. Desde un principio se protegió con un cercado de mampostería y herrería con puertas de acceso en medio de los lados largos del paseo, para 1854 contaba también con accesos adicionales en las cuatro esquinas. Para éstas fechas parte de las rejas que se implementaron provenían de la Plaza Mayor (el Zócalo), de donde se habían retirado junto con el monumento ecuestre de Carlos IV (el Caballito), que había cabalgado a la glorieta del Paseo Nuevo, construida al final de la calle de la cárcel de la Acordada, es decir, al final de lo que hoy es Avenida Juárez.

Hasta el siglo XIX y principios del XX, la Alameda seguía siendo un preámbulo hacia la salida de la ciudad, después el crecimiento de la urbe, el casco antiguo junto con la Alameda se confinaron al Centro Histórico de la Ciudad de México.

Es interesante destacar cómo las calles que circundan este paseo se han transformado, y hoy los edificios de varias épocas salpican los alrededores:

Los antiguos edificios virreinales tienen su representación con la Iglesia de San Juan de Dios, la Plaza de la Veracruz, y el actual Hotel de Cortés, reciente y felizmente intervenido por Grupo Habita sobre la calle de Hidalgo, y sobre Juárez la antigua iglesia de Corpus Christi que exhibe los rastros de las imágenes que tuvo labradas en su fachada originalmente que fueron removidas y talladas durante la guerra de reforma. En la calle de Doctor Mora, parte del ex convento de San Diego se ha transformado en el Laboratorio Arte Alameda y en la Pinacoteca Virreinal de San Diego, ambos lugares visitables si es que les gusta el arte moderno, y la lectura.

Hablando de monumentos, en el lado sur de la Alameda está el Hemiciclo al presidente Benito Juárez, Benemérito de las Américas, que fue inaugurado por otro oaxaqueño que gobernó nuestro país durante un largo período: don José de la Cruz Porfirio Díaz Mori. Donde antes se levantaba el convento de Santa Isabel, que le daba nombre a la calle (hoy Ángela Peralta) se yergue el complicado Palacio de las Bellas Artes, símbolo arquitectónico de principios de siglo XX con su fachada Art Nouveau mexicanizado, y sus interiores —sobrios y republicanos— Art Decó propios de la arquitectura posrevolucionaria. Y hablando de la primera mitad del siglo XX, al poniente, sobre Doctor Mora, también podemos visitar el Parque Solidaridad, espacio que alguna vez ocupó el famoso Hotel Regis, de historia azarosa con fatal desenlace; y el Hotel Bamer, actualmente en obra.

El joven siglo XXI marca su paso en 2002 con las oficinas de la Secretaría de Relaciones Exteriores del arquitecto Ricardo Legorreta, el conjunto Puerta Alameda de Serrano Monjarraz Arquitectos, el Hotel Hilton (en lugar del Hotel del Prado, víctima del sismo de 1985), y el Museo de Memoria y Tolerancia entre otras construcciones.

Nuestra Alameda y las calles que la circundan son, pues, museos urbanos de la historia de nuestro país.